Editorial
30.6.2025 5:46 PM
Por: Pedro Paul Rivera Hernández.
Doctor en Filosofía con Orientación en Ciencias Políticas.
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Cuando en septiembre de 2024 el Congreso de la Unión aprobó —con apoyo del Ejecutivo federal y mayoría de Morena— una reforma constitucional para que los integrantes del Poder Judicial de la Federación fueran electos por voto popular, se habló de un parteaguas democrático. Por primera vez en la historia moderna del México, la ciudadanía elegiría directamente a ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, magistraturas electorales, magistraturas de tribunales de circuito, jueces y juezas de distrito y más de 2,600 cargos clave del aparato judicial. La promesa era combatir la corrupción y acercar la justicia al pueblo. Pero el resultado fue, más bien, un ejercicio precipitado, opaco y altamente cuestionable.
El Instituto Nacional Electoral, encargado de organizar esta elección extraordinaria, no recibió ni los recursos ni el tiempo necesario para cumplir cabalmente con su función. Con menos de tres meses para preparar el proceso —muy por debajo del promedio de una elección ordinaria— y con un presupuesto severamente recortado, el INE operó bajo condiciones de emergencia: menos casillas, logística comprimida, boletas complejas e información insuficiente para los votantes.
Y así, el 1 de junio de 2025, la ciudadanía enfrentó una jornada electoral confusa, abrumadora y desconectada. Se les pidió llenar hasta seis boletas para cargos judiciales, sin claridad sobre quiénes eran los candidatos, qué funciones ejercen ni cómo evaluar sus méritos. La participación apenas se acercó al 13 % del padrón nacional. En algunas zonas, la cifra fue aún más baja. La desinformación y la apatía se mezclaron con una alarmante cantidad de votos nulos.
Pero el problema fue más profundo que el desinterés. Se documentaron prácticas preocupantes: la repartición de “acordeones” —listas impresas con los nombres de ciertos candidatos— supuestamente impulsados por operadores políticos del oficialismo, apareció en más del 90 % de los votos ganadores. ¿Fue esta una elección libre o una operación de Estado? La duda pesa como una losa sobre la legitimidad del proceso.
Posteriormente, el INE anuló el nombramiento de 45 jueces y magistrados por no cumplir con los requisitos académicos mínimos. El escándalo no tardó en escalar: se abrieron procesos de impugnación, se denunció el uso político de las instituciones y se reavivó una pregunta esencial para cualquier democracia funcional: ¿quién cuida al Poder Judicial?
Lo cierto es que, lejos de empoderar al pueblo, esta elección evidenció una estrategia de control. Al someter a los jueces a la lógica electoral, se les desvía de su función constitucional: impartir justicia con independencia. Ahora, deben también conquistar votos, atender coyunturas políticas y buscar legitimidad popular. Se rompe el principio de imparcialidad. Se politiza la justicia.
Y no. Nadie niega que el Poder Judicial necesitaba una reforma. La justicia mexicana arrastra problemas estructurales de acceso, corrupción, nepotismo y opacidad. Pero transformar su columna vertebral mediante una reforma exprés, sin normas secundarias claras, sin pedagogía cívica, sin procesos públicos de deliberación, es una irresponsabilidad histórica. Los contrapesos institucionales no se improvisan. Se construyen con consenso, técnica y tiempo.
Además, esta elección podría marcar el inicio de un efecto dominó: replicar el modelo en los poderes judiciales estatales. Si eso ocurre, el país corre el riesgo de convertir sus juzgados en trincheras electorales, sujetas a los movimientos partidistas. En vez de acercar la justicia a la ciudadanía, se le estaría entregando al poder político.
Algunos actores han celebrado este proceso como una victoria popular. Pero la realidad es que los números, las irregularidades y el contexto demuestran lo contrario: fue un ensayo fallido, una simulación democrática que fracturó la confianza pública. En lugar de fortalecer al Poder Judicial, lo dejó más vulnerable.
Para que México avance hacia una justicia legítima, cercana y creíble, hay que aprender de los errores del 2025. Una verdadera democratización del sistema judicial no se decreta ni se improvisa: se construye con reglas claras, participación informada y voluntad de fortalecer, no subordinar, la independencia de los poderes públicos.
En democracia, la forma importa tanto como el fondo. Y esta vez, la forma fue lo que nos falló.