Análisis histórico revela los peligros de la autocracia y la idolatría en tiempos de crisis política
El primer mandato del presidente Donald Trump se caracterizó por una rotación récord en su gabinete y en los principales asesores. Hasta la actualidad, su segundo mandato ha presentado notablemente menos salidas de funcionarios. Sin embargo, algunos analistas políticos señalan que en esta etapa, Trump ha optado por nombrar principalmente a colaboradores leales que no lo contrarían, consolidando un entorno de lealtad incondicional.
Como lo expresó Thomas Friedman en The New York Times el 3 de junio de 2025, “En Trump I, el presidente se rodeó de personas influyentes que podían actuar como amortiguadores. En Trump II, se ha rodeado únicamente de aduladores que actúan como amplificadores”. Este cambio en la composición de su círculo de confianza refleja una estrategia de autoconfirmación y refuerzo del liderazgo personal, en detrimento de la crítica constructiva.
El profesor de estudios clásicos Kirk Freudenburg, experto en antigüedad grecorromana y en la desaparición de la verdad en contextos políticos agitados, señala que la historia del Imperio Romano ofrece valiosas lecciones sobre los peligros de interpretar los consejos útiles como disenso. La duración del Imperio, desde el 27 a. C. hasta el 476 d.
C., muestra cómo las decisiones de los líderes pueden tener profundas repercusiones cuando la realidad es distorsionada por la idolatría y la autocracia.
Un caso emblemático es el del emperador Nerón, quien gobernó Roma entre los años 54 y 68 d. C. La respuesta de Nerón al devastador incendio de Roma en el año 64 estuvo marcada por una crueldad extrema y un egocentrismo que no brindó ayuda a los ciudadanos desesperados. En lugar de ofrecer consuelo, su reacción fue de desprecio y manipulación, culpando a los cristianos y promoviendo la represión.
Durante su reinado, Nerón eliminó a sus consejeros más críticos en busca de consolidar su poder. Augusto, su predecesor, creó un consejo de consejeros cuidadosamente seleccionados para dar una apariencia republicana a su autocracia. Algunos asesores, como Cornelio Galo, pagaron con su vida por contradecirlo, mientras que otros, como Cilio Mecenas, lograron influir discretamente en las decisiones del régimen. Tras la muerte de Augusto, los emperadores sucesores mostraron menor interés en mantener esa fachada republicana.
Nerón, que fue el último emperador de la dinastía Julio-Claudia, disfrutó de un período de relativa estabilidad en sus primeros años, conocidos como el quinquennium Neronis. A los 16 años, ascendió al poder y contó con consejeros influyentes, pero a los cinco años comenzó a eliminar a sus asesores mediante ejecuciones, suicidios y exilios. En su lugar, reunió un reducido grupo de facilitadores interesados en obtener poder personal y en promover su imagen como una encarnación del dios solar Apolo.
Uno de los personajes más corruptos de su entorno fue Ofonio Tigelino, quien a principios del año 62 instó al Senado a condenar por traición a un magistrado romano por escribir poemas considerados ofensivos. Posteriormente, Tigelino fue nombrado prefecto pretoriano, encargado de proteger la integridad física y la imagen pública del emperador. En su gestión, incentivó espectáculos teatrales y competiciones atléticas para proyectar a Nerón como una figura divina.
La crisis se agravó tras el incendio de Roma en el año 64, que duró seis días y dejó a miles de ciudadanos sin hogar ni recursos. Según se cree, Tigelino instigó a Nerón a organizar una fiesta en sus jardines durante la cual cristianos fueron quemados vivos en aceite inflamable para iluminar la noche. A pesar de estos actos crueles, la magnitud de la devastación no pudo ser disimulada, y la población quedó conmocionada. Nerón desvió la culpa hacia extranjeros de Oriente y promovió la persecución de los cristianos, acusándolos falsamente de haber provocado el incendio.
Para reconstruir su imagen divina, Nerón ordenó la construcción de la Domus Aurea, un palacio que cubría más de 50 hectáreas en el centro de Roma, adornado con obras de arte y una colosal estatua de 36 metros que lo representaba como Apolo. La respuesta desmedida y delirante a la crisis no le evitó su caída; en 68 d. C., con los ejércitos acercándose a la ciudad, Nerón se suicidó, dejando al imperio en guerra civil.
En la actualidad, el expresidente Donald Trump ha expresado su deseo de que su rostro sea tallado en el Monte Rushmore, el monumento que honra a los presidentes George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt. En 2025, un legislador de Tennessee solicitó al Departamento del Interior estudiar la posibilidad de agregar su imagen, aunque expertos han señalado que esta opción podría no ser factible por razones geológicas.
Críticos de Trump destacan su tendencia a centrarse en su figura, su grandeza y su poder, en lugar de atender las necesidades del pueblo. La historia de Nerón y el Imperio Romano nos advierte sobre los peligros de sustituir la crítica honesta por la idolatría, y de promover una imagen de liderazgo divino que desvía la atención de los problemas reales.
El análisis histórico revela que la autoadoración y la falta de asesoramiento crítico pueden conducir a decisiones desastrosas, como ocurrió en Roma. El ejemplo de Nerón y su eventual caída ejemplifican los riesgos de un liderazgo autocrático que desprecia la realidad y se rodea únicamente de aduladores.
Kirk Freudenburg, profesor de Estudios Clásicos en la Universidad de Yale, destaca que la historia muestra cómo la desinformación y la idolatría pueden erosionar las instituciones y poner en riesgo la estabilidad política. La lección que deja la caída del emperador Nerón es clara: el liderazgo basado en la autoglorificación, en lugar de en la realidad, puede conducir al colapso y a la destrucción.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. La información se mantiene como referencia para comprender los riesgos del autoaislamiento y la autoadoración en contextos de liderazgo político.