Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. – Pablo Neruda.
Parece una cruel casualidad que el día 11 de septiembre haya sido, en por lo menos dos ocasiones, espectador del terrorismo y la barbarie. El acontecimiento al que me referiré es al sucedido en el Cono Sur, hace ya medio siglo atrás.
A primeras horas de la mañana del 11 de septiembre de 1973 se producía, apoyado por Estados Unidos, un golpe de Estado militar encabezado por el general Augusto Pinochet en contra del gobierno del presidente Salvador Allende, quien tres años atrás, había ganado las elecciones del 4 de septiembre de 1970. Se cerraba entonces, y de golpe, la “vía chilena al socialismo”, y a su vez una de las democracias más estables de Latinoamérica se sumía en una dictadura que duró 17 años, hasta 1990.
Hoy, a 50 años del crimen, lo que nos queda es recordarlo. Pero ¿recordar qué, exactamente?, ¿a las bestias que provocaron la matanza? No. Recordemos a las personas y no a las bestias.
Así que, entonces, ¿quién eran Salvador Allende? Podría empezar diciendo que nació en 1908 y que era médico de profesión, pero creo que esto ilustra más bien poco sobre una persona. Puedo hablar, en cambio, del hombre que se negó a huir o a rendirse mientras el Palacio Presidencial de La Moneda era atacado por los golpistas, advirtiendo que perecería en el puesto en que el pueblo chileno lo colocó. Del hombre que se mantuvo sorprendentemente sereno mientras le hablaba a la nación en circunstancias tan adversas. Del hombre que no llama a la movilización, del hombre que sabe que va a morir a solas y no quiere que nadie muera por él.
Puedo hablar también del Allende poeta que nos deja estos versos que escribió durante su juventud, de su poema “Angustia”: “Pero no todo es duelo ni quebranto / Ni jamás es eterna la agonía. / Y surge a veces el placer del llanto / Como tras la noche surge el día”. Incluso no hace falta más que leer su último discurso pronunciado desde el Palacio de La Moneda para darnos cuenta de que esta sensibilidad poética lo acompañó hasta el final: “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos (…) Superarán otros hombres el momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.
Pero esta trágica historia no es solo de Allende, pues como dice él mismo en su discurso, la historia es de los pueblos, por lo tanto, es también de las cuarenta mil personas que pasaron por el improvisado campo de concentración que organizaron los golpistas en el Estadio Nacional, es de los desaparecidos y los asesinados, de los torturados y los exiliados. Imposible nombrarlos a todos. Más posible es nombrar a uno, pero que sufrió lo que muchos: el cantautor Víctor Jara, quien fue llevado preso, junto con miles más, al Estadio Chile. Ahí fue reconocido por los soldados, quienes lo torturaron, siendo brutalmente golpeado y machacándole los dedos a culatazos, mientras entre insultos y como burla le pedían que toque su guitarra. Finalmente lo asesinaron disparándole más de cuarenta veces. Nos dejó un último poema escrito horas antes de morir. El manuscrito fue salvado y publicado clandestinamente al año siguiente, titulado: “Somos cinco mil” o “Estadio Chile”.
¿Tanto miedo les dan a las bestias las letras, las palabras escritas, las habladas o las cantadas? Sí. Sí les da miedo lo que un cantautor dice después de muerto. Les sigue quitando el sueño el pensar en el momento anticipado por Allende en que se abran las grandes alamedas por donde pase una humanidad libre. Tanto miedo les da que se empeñan en hacernos olvidar. Pero las palabras permanecen. Que ellos sigan pidiendo olvido y temiéndole a las palabras; nosotros, a 50 años de lo ocurrido, sigamos recordando.